Mi capitán

CAPITÁN, por pako gil mora

Asistía a mi primer entrenamiento con mis nuevos compañeros del equipo infantil del Granada C.F. Impaciente, nervioso e introvertido, analizaba a cada uno mientras conservaba la discreción en un ejercicio práctico que me sirviera para acercarme a los afines y saber las personalidades de cada uno para utilizarlas en el trato. Todo era nuevo para mi y apenas estábamos instalados en un nuevo lugar, adaptándonos a marchas forzadas al día a día. Todos eran desconocidos y comenzaba el proceso de ubicarse, hacer amigos y encontrar mi sitio. El fútbol ayudó a todo eso. Pero ahora, después de décadas, todavía le doy más importancia al aspecto humano de esas relaciones. Me acuerdo menos de las jugadas y los  momentos de los partidos que de las anécdotas y de las personas. Nunca me tomé el fútbol sólo como un juego.
Y ahora, al recordar ese momento, es inevitable que el nombre de Jorge Abarca aparezca en mi memoria. En esa primera toma de contacto y en los infinitos que se sucedieron posteriormente. Un chico menudo, rubio, con don de gente, marcada personalidad y liderazgo. Ejercía de cabeza visible y referente sin esfuerzo. Se le tenía en cuenta cuando hablaba y se le respetaba. Era nuestro capitán. Antes, cuando los valores y la educación deportiva existían, esa figura dentro de un equipo era fundamental. El capitán del equipo no era otro jugador cualquiera. Contaba con un plus en el trato, en el saber estar y todo eso unido a la capacidad futbolística y la defensa de los compañeros dentro del terreno de juego. Desde su posición en el campo, mediocentro organizador, desempeñaba la función de ordenar el juego, ir al rescate de los compañeros en jugadas enredadas y dar salida al esférico con una naturalidad inusual en esas edades. Daba gusto verle jugar. Un ritmo continuo, de trato pausado, elegante y seguro de lo que hacía. Un referente. Por aquel entonces, el fútbol, nuestra pasión, era el centro neurálgico de todo lo que acontecía en nuestras vidas, por lo tanto, los personajes con los que compartíamos vestuarios y partidos se convertían en familia. Las circunstancias, como suele pasar en estos casos, me alejó de esos compañeros y de saber de ellos. En muchas de las conversaciones con amigos en común siempre he preguntado por él: ¿Oye, y Abarca, qué tal. Qué es de su vida?. Está pasando por un mal momento. Tiene una enfermedad rara, la ELA. No supieron decirme más. Me informé lo suficiente para preocuparme por él, intentar acercarme y ser útil de alguna manera. Nuestro capitán, el que siempre nos sacaba de los apuros en el terreno de juego, nos necesitaba.
Jorge me pidió que leyera la  narración en primera persona de cómo se enfrentó a la “maldita enfermedad”, como él mismo la llama. Confieso los nudos en la garganta y empatizar hasta el punto de dosificar la lectura. Valiente, decidido y también frágil, expresa su sentir, su impotencia y el cambio radical que tenía que afrontar a partir de ese momento. Un retroceso vital en el que desaprende lo aprendido. En el que las cosas básicas se vuelven complicadas y lo que genera en él estos pensamientos.
Este libro, que ya estaba cerrado, se volvió a abrir para integrar esta historia e impregnarlo de realidad. Por la necesidad de reivindicar su lucha, que no es otra que la de miles de personas que necesitan más atención, más estudio e investigación sobre una enfermedad que te devuelve al estado fetal.
Sus retos, recorridos en bicicleta, realizados con un grupo de familiares, amigos y conocidos resumen lo que ha sido Jorge; afán de superación, solidaridad y pensar en los demás antes que en él mismo. En estas letras que escribe de sus primeros días, con la enfermedad presente, piensa en su familia, su mujer y su hija. Recapacita, expone y maldice el radio de extensión que acapara el deterioro y el sufrimiento y que hace partícipes a sus seres queridos. Piensa en ellos, siente por ellos e intenta “molestar” lo menos posible.
Jorge era un chaval despierto, simpático, con buen humor. Le gustaba mucho el deporte, pero también sabíamos, que incluso con posibilidades de poder llegar a profesional, ese no sería su camino. Los elegidos y talentosos, dicen, tienen lagunas mentales que les hacen dispersarse en muchas cosas y no centrarse en objetivos únicos. No le preocupaba la competencia y con esa naturalidad suya, jugaba. Repartía juego y hacía de una posición específica y complicada, elemental. Se divertía. No conocía la ansiedad, ni las disputas ni tan siquiera la presión.
Nuestro capitán lloró. Se desparramó frente a sus padres a la hora de informarles de su enfermedad. Y lo hizo disimuladamente para que su hija no se preocupara. Hasta en esos momentos en que los corazones se hacen pedazos, Jorge no pensó en él. Lecciones de fútbol, sin importancia ahora, y lecciones de vida. “No se lo deseo a nadie”, dice, cuando habla abiertamente de ese instante en el que vio la cara de su fisioterapeuta y la posterior noticia. Describe, de una manera desgarradora, lo que supone que de la noche a la mañana tu vida cambie.
Mi memoria tiene un salto de más de treinta años, y asumir el paso del tiempo tan fugaz y las circunstancias tan radicalmente distinta, me hace viajar al pasado y volver tantas veces como pienso en nuestro capitán. Se suceden las imágenes de antaño; libres, despreocupados, jóvenes y felices, y se mezclan, inevitablemente, con la realidad. Aquella fue una etapa entrañable en un lugar ideal.
Jorge no recula, no dribla los pormenores. Afronta los momentos de este partido con sensibilidad, conciencia y serenidad. Se define enjaulado en su propio cuerpo y de inmediato piensa en las demás personas que lo padecen. Habla con prudencia y educación sobre los estamentos responsables de que no se destinen presupuestos para que esta enfermedad deje de ser mortal. Te mira a los ojos y llena su discurso de concienciación al resto de las personas para que aprovechen el tiempo. En eso no cambió nada ese niño al que conocí. Sigue siendo el mismo.
Y como dice Jorge en sus páginas, me gustaría volver atrás, a ese momento en que por primera vez estuve rodeado de chavales y revivir una y otra vez esa etapa de nuestras vidas en la que nos dedicábamos a eso, a vivir. Los pequeños detalles lo hacíamos grandes y cualquier momento era sublime. El fútbol, una excusa para hacernos hombres y crecer.
El partido que nos ocupa, querido Jorge, no es como aquellos, en los que solíamos arrasar al contrario. Tendremos que luchar más, estar más juntos y sacar el carácter. Puede variar el resultado, pero nunca cambiará tu figura para nosotros de aquel centrocampista fino y estiloso que manejaba el balón con sutileza y otorgaba a ese deporte una armonía inigualable. Sigo y seguiré mirando a mi derecha para apoyarme en ti, en tus valores y la manera de resolver las dificultades que se presentaban en el juego. Continuaré recibiendo el balón en mi memoria y buscarte una y otra vez para entrar en profundidad. Estos minutos de juego son importantes, únicos e irrepetibles. Nunca te escondías del rival, siempre te ofrecías para asistir e impulsarnos. Este encuentro, Abarca, se ha puesto complicado, pero tú nos recuerdas lo importantes que son los segundos y seguir luchando hasta el final.

Jorge Abarca, mi capitán.